Una época negra, dura y miserable, emponzoñada además con la
mortificante pena que le causó –al abandonarlo– la que entonces era su segunda
esposa, una rusa provinciana y preciosa que quería ser una sofisticada reina de
las revistas y las pasarelas de su Occidente Legendario y lo más lejos que
llegó fue a una portada de Playboy y a varias segundas, terceras o cuartas
residencias con mesas espolvoreadas de cocaína de hombres de negocios; los
“amos de la vida”, “los fuertes de este mundo”, como los llama Limónov, que
como si no los despreciara ya a muerte tuvo que ver, en efecto, cómo su mujer,
su musa y su insaciable y cochina diosa del sexo se fuera con varios de ellos.
Rebosante de bilis e inundado de fluidos corporales de todos los tipos, el libro
se abre con el hombre paseándose desnudo por su habitación de hotel
cochambroso, ante un retrato de Breton y junto a su cuenco de col agria y una
cuchara de madera, única reliquia de su infancia rusa: Limónov, “el monstruo
del pasado”, se presenta él: “Recibo una prestación social. Vivo a vuestra
costa, vosotros pagáis impuestos y yo no hago una mierda, voy un par de veces
al mes a una oficina espaciosa y limpia en Broadway 1515 y me dan mis cheques.
Me considero un canalla, un despojo de la sociedad, no tengo vergüenza ni
conciencia porque no me martiriza, no tengo intención de buscar trabajo, quiero
recibir vuestro dinero hasta el fin de mis días (...) y aun así os aborrezco.
No a todos, pero sí a muchos”. Desesperado, furioso, provocador, despectivo y
soberbio, animal herido e hiriente, Limónov entrega las mejores páginas en el
primer tercio del libro, donde evoca, con una malicia que emplea con afán
castigador, el submundo –literalmente– de la emigración rusa en los bajos
fondos de Nueva York. Viejos débiles y vencidos que lloran al atardecer porque
añoran justo lo que les destrozó la vida allá tan lejos, pobres diablos de
mediana edad que en la URSS fueron artistas, profesores de universidad o
bedeles de aburridos institutos y en EEUU friegaplatos, mecánicos, ayudantes de
camarero, como el propio Limónov lo fue en el restaurante del Hilton, o meros
pedigüeños: algo así como el Vagabundo en París y Londres –en modo ególatra,
inclemente, punk y a ratos muy perversamente divertido– de Limónov. El libro,
no obstante, empieza a perder pronto gran parte de su desquiciado encanto
cuando Limónov va cerrando el plano hasta convertir su relato en una redundante
sucesión de escenas procaces de jergón y de merodeos nocturnos por las aceras
más chungas de los barrios más chungos de la ciudad. Pero hay sin embargo, al
fin y al cabo el hombre se siente ante todo poeta, relámpagos de una
sensibilidad menos agresiva, y en todo caso, aunque el libro no tenga mucha
altura literaria –probablemente ni siquiera es literatura: ésta va siempre
mucho más allá de unos pocos recuerdos puestos por escrito– no parece éste el
criterio más idóneo, al fin y al cabo, para juzgar el libro. El de un hombre
que ha tenido una vida increíblemente interesante, en el sentido de la
maldición china del término. Quizá por eso, pese a la crudeza y la sordidez
premeditadas, en última instancia resulta conmovedor leer estas turbulentas
andanzas de un joven contradictorio pero bastante consecuente, que estando
cósmicamente solo y hambriento de amor eligió representar ante los demás, y
hasta el fondo, el papel de renegado del Comunismo, carcoma del Capitalismo y
poeta bronco contra Todo, deseando poder gritarle al mundo “bueno, ¿quién es el
siguiente?”.
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