sábado, 3 de octubre de 2015

Soy yo, Edichka de Eduard Limónov

Una época negra, dura y miserable, emponzoñada además con la mortificante pena que le causó –al abandonarlo– la que entonces era su segunda esposa, una rusa provinciana y preciosa que quería ser una sofisticada reina de las revistas y las pasarelas de su Occidente Legendario y lo más lejos que llegó fue a una portada de Playboy y a varias segundas, terceras o cuartas residencias con mesas espolvoreadas de cocaína de hombres de negocios; los “amos de la vida”, “los fuertes de este mundo”, como los llama Limónov, que como si no los despreciara ya a muerte tuvo que ver, en efecto, cómo su mujer, su musa y su insaciable y cochina diosa del sexo se fuera con varios de ellos. Rebosante de bilis e inundado de fluidos corporales de todos los tipos, el libro se abre con el hombre paseándose desnudo por su habitación de hotel cochambroso, ante un retrato de Breton y junto a su cuenco de col agria y una cuchara de madera, única reliquia de su infancia rusa: Limónov, “el monstruo del pasado”, se presenta él: “Recibo una prestación social. Vivo a vuestra costa, vosotros pagáis impuestos y yo no hago una mierda, voy un par de veces al mes a una oficina espaciosa y limpia en Broadway 1515 y me dan mis cheques. Me considero un canalla, un despojo de la sociedad, no tengo vergüenza ni conciencia porque no me martiriza, no tengo intención de buscar trabajo, quiero recibir vuestro dinero hasta el fin de mis días (...) y aun así os aborrezco. No a todos, pero sí a muchos”. Desesperado, furioso, provocador, despectivo y soberbio, animal herido e hiriente, Limónov entrega las mejores páginas en el primer tercio del libro, donde evoca, con una malicia que emplea con afán castigador, el submundo –literalmente– de la emigración rusa en los bajos fondos de Nueva York. Viejos débiles y vencidos que lloran al atardecer porque añoran justo lo que les destrozó la vida allá tan lejos, pobres diablos de mediana edad que en la URSS fueron artistas, profesores de universidad o bedeles de aburridos institutos y en EEUU friegaplatos, mecánicos, ayudantes de camarero, como el propio Limónov lo fue en el restaurante del Hilton, o meros pedigüeños: algo así como el Vagabundo en París y Londres –en modo ególatra, inclemente, punk y a ratos muy perversamente divertido– de Limónov. El libro, no obstante, empieza a perder pronto gran parte de su desquiciado encanto cuando Limónov va cerrando el plano hasta convertir su relato en una redundante sucesión de escenas procaces de jergón y de merodeos nocturnos por las aceras más chungas de los barrios más chungos de la ciudad. Pero hay sin embargo, al fin y al cabo el hombre se siente ante todo poeta, relámpagos de una sensibilidad menos agresiva, y en todo caso, aunque el libro no tenga mucha altura literaria –probablemente ni siquiera es literatura: ésta va siempre mucho más allá de unos pocos recuerdos puestos por escrito– no parece éste el criterio más idóneo, al fin y al cabo, para juzgar el libro. El de un hombre que ha tenido una vida increíblemente interesante, en el sentido de la maldición china del término. Quizá por eso, pese a la crudeza y la sordidez premeditadas, en última instancia resulta conmovedor leer estas turbulentas andanzas de un joven contradictorio pero bastante consecuente, que estando cósmicamente solo y hambriento de amor eligió representar ante los demás, y hasta el fondo, el papel de renegado del Comunismo, carcoma del Capitalismo y poeta bronco contra Todo, deseando poder gritarle al mundo “bueno, ¿quién es el siguiente?”.

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